martes, 21 de julio de 2009

Tiene sentido la creacion? Por Graeme Loftus

Después de terminar sus estudios en el Christ’s College de Cambridge, Inglaterra, que lo preparaban para ser ministro, Charles Darwin se embarcó como pasajero del buque H.M.S. Beagle, comenzando así un camino que estaba destinado a influir en todo el mundo.

Su travesía duró cinco años y lo llevó a la costa occidental de Sudamérica, donde observó diversas clases de animales exóticos y desconocidos. Los pinzones de las Islas Galápagos, atraparon su atención. Estudió estas aves, recolectó muestras y observó que tenían picos de diversos tamaños y formas. La observación que hizo de estas variaciones inspiró el desarrollo de su teoría de los orígenes.

Darwin regresó a Inglaterra en 1836, y en 1842 comenzó a preparar un borrador de su libro El origen de las especies, que fue publicado finalmente en 1859.

Poco después de la publicación del libro, mantuvo una extensa correspondencia con su amigo y colega Asa Gray, donde compartió sus dudas y confusión respecto del fin y la dirección última de la evolución. “Soy consciente de que estoy en una situación totalmente sin salida”, confesó. “No puedo pensar que el mundo, tal como lo vemos, es resultado de la casualidad; sin embargo, no puedo mirar a cada objeto por separado como resultado del diseño” (www.darwinproject.ac.uk/darwinletters/calendar/entry-2998.html).

La confusión expresada por Darwin se produjo cuando procuró conectar todas las maravillas del mundo natural, observadas con las severas condiciones que vio, en coexistencia con esa belleza. Como resultado de todas las fuerzas destructivas que presenció, eligió rechazar a Dios antes que buscar una interpretación bíblica de esas distorsiones del mundo creado.

En la lucha por entender los orígenes, cada uno de nosotros debe enfrentar el mismo dilema. No podemos evitar hacernos preguntas tales como: ¿De dónde vine?” “¿Cómo llegué hasta aquí?” y “¿Qué significado tiene mi existencia?”

En último término, Darwin adoptó una teoría atea de los orígenes. En otras palabras, dejó completamente afuera a Dios. Por otro lado, el teísmo ofrece una explicación de los orígenes que toma en consideración a Dios. Como ninguno de nosotros estuvo presente para ver cómo comenzó todo, tenemos que examinar las evidencias disponibles y tomar una decisión.

Presuposiciones de la evolución

La evolución se basa en ciertas presuposiciones, delineadas por el extinto G. A. Kerkut de la Universidad de Southampton, Inglaterra (Implications of Evolution [Pergamon, 1960]):

* Los elementos no vivientes dieron origen a la materia viva.
* Esta generación espontánea se produjo solo una vez.

* Los virus, las bacterias, las plantas y los animales están interrelacionados.

* Los organismos unicelulares dieron origen a los organismos pluricelulares.

* Todos los organismos invertebrados están interrelacionados.
* Esos organismos invertebrados dieron origen a los vertebrados.
* Los peces dieron origen a los anfibios, entonces a los reptiles, luego a las aves y finalmente a los mamíferos.


Que los lectores saquen por sí solos sus conclusiones respecto de la probabilidad de que estas presuposiciones se hayan producido. La Biblia, sin embargo, nos brinda evidencias convincentes que nos ayudan a extraer otras conclusiones sobre nuestros orígenes.

El apóstol Pablo afirma que todos los seres humanos pueden saber algo sobre Dios por medio de la naturaleza, por más que no conozcan la Escritura: “Lo invisible de él, su eterno poder y su deidad, se hace claramente visible desde la creación del mundo y se puede discernir por medio de las cosas hechas. Por lo tanto, no tienen excusa” (Rom. 1:20).

Pablo dice que puede ser que no conozcamos a Dios por completo al estudiar la naturaleza, pero hay dos cosas que podemos saber de sus cualidades invisibles. La primera es que él es eternamente poderoso y la segunda, que es divino. Puede ser que Darwin no haya elegido equiparar el poder que gobernaba su “selección natural” con el Dios de la Biblia, aunque describe ese poder como eterno y en términos similares a la divinidad. Su deidad era, en cierto sentido, desconocida.

La Biblia declara la naturaleza real de ese Dios “desconocido” sin concesiones: “El Dios que hizo el mundo y todas las cosas que en él hay” es “Señor del cielo y de la tierra. . . Él es quien da a todos vida, aliento y todas las cosas. De una sangre ha hecho todo el linaje de los hombres para que habiten sobre toda la faz de la tierra. . . porque en él vivimos, nos movemos y somos. . . y ha establecido un día en el cual juzgará al mundo con justicia, por aquel varón a quien designó, acreditándolo ante todos al haberlo levantado de los muertos” (Hech. 17:24-31).

El poder creador de Cristo

La pregunta de los orígenes depende de aceptar o no la resurrección de Cristo y su afirmación de ser el Creador de todo lo que existe y, como tal, nuestro Señor (véase Juan 1: 13, 14). Cuando leemos en el Evangelio de Juan que Jesús es llamado el “Verbo” que nunca tuvo comienzo, el que es igual a Dios el Padre y quien hizo todas las cosas que existen, tenemos que decidir si es una afirmación auténtica o un engaño.

El relato de la Creación del Génesis dice que el Verbo habló y los elementos surgieron a la existencia mediante esa declaración tan repetida “y dijo Dios”. Sostiene así que lo que antes no existía surgió repentinamente a la existencia.

Existe una cualidad intangible en la naturaleza de las palabras pronunciadas por Cristo, que fue capaz de producir vida. En presencia de un hombre que había estado muerto por cuatro días y cuyo cuerpo se estaba descomponiendo, Jesús exclamó a gran voz: “‘¡Lázaro, ven fuera!’ Y el que estaba muerto salió” otra vez lleno de vida (Juan 11:43, 44). Alguien dijo que si Jesús no hubiera limitado esa orden solo a Lázaro, todos los muertos habrían resucitado al escuchar sus palabras.

Lo que Darwin no vio

Aun la lectura informal del relato de la Creación del Génesis revela el corazón de Dios por sus criaturas y su creación: “Y vio Dios todo cuanto había hecho, y he aquí era bueno en gran manera” (Gén. 1:31). No había nada en la creación que reflejara la destrucción que confundió a Darwin. Cada animal, cada planta, cada elemento recién creado del planeta, reflejaba la gloria de Dios y sus propósitos benignos para sus criaturas. Hasta que la humanidad rechazó las palabras vivificantes de Jesús el Creador, la tierra no había producido espinas y todas las demás maldiciones (véase Gén. 3:1-16).

El entender esto nos ayuda a hallar el sentido del estado actual de la tierra y de todo lo que está en ella. Pero el mismo Señor que creó todas las cosas con su palabra dice: “Yo crearé nuevos cielos y nueva tierra” (Isa. 65:17).

Hasta entonces, escribe el apóstol Pablo, la creación aguarda “la manifestación de los hijos de Dios”. Toda la creación gime, y “está con dolores de parto”, esperando “la adopción, la redención de nuestro cuerpo” (Rom. 8:19-23).
Y sabemos que Jesús cumplirá su palabra.


Fuente: Adventist World / El presente artículo es una versión abreviada y editada, del trabajo que apareció en Signs of the Times (Australia) en septiembre de 2005.
Autor: Graeme Loftus es un pastor jubilado que vive en Charlestown, Australia.

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martes, 7 de julio de 2009

Puedo creer. Por Elaine Kennedy

Tenía siete años de edad. Desde mi cama, en un dormitorio oscuro, oraba a Dios, pero sentía que mis oraciones rebotaban del cielo raso y me golpeaban el rostro. Dios no estaba conmigo, en mi corazón, sino allá afuera, en algún lugar, y había un gran vacío oscuro entre nosotros. No podía alcanzarlo, y yo estaba convencida de que era mi culpa. El terror que se escurría de mi corazón empapaba cada hueso de mi cuerpo y sentí que debía correr hacia la luz, hacia la seguridad de la presencia de mis padres en la sala. Me lancé al piso y me aferré a las rodillas de mi madre y clamé: “¡Mamá, mamá, algo terrible está ocurriendo! He estado orando a Dios pero él no me escucha y yo sé que es por mi culpa”.

Papá saltó del sofá y apagó el televisor. Quedé sorprendida; me voltée hacia él y le rogué: “¡Por favor, tienes que orar por mí!” Mi padre me respondió con palabras que me parecieron crueles: “No puedo orar por ti, Elaine”. Torné hacia mi madre, pero él continuó: “Tu madre tampoco puede orar por ti”. Mamá intervino con el término más tierno que emplea para dirigirse a mí: “Oh, Laney, el Espíritu Santo te está llamado al arrepentimiento”. El corazón se me salía del pecho mientras papá añadía: “Ni mamá ni yo podemos ofrecerte la salvación. Sólo tú puedes decirle a Dios las palabras necesarias. Regresa a tu cuarto y ora”. Me llené de pánico. “¿Y qué digo?” La respuesta fue sencilla: “Díle a Dios lo que tengas en tu corazón”. Angustiada regresé a la cama y vacié mi corazon ante Dios: “Señor, detesto cómo me siento y sé que es mi culpa. Por favor, Dios, perdóname. No quiero sentirme así nunca más”. Una paz cálida impregnó mi cuerpo y me quedé dormida, era una nueva persona.

Para ese entonces éramos bautistas del sur y teníamos creencias conservadoras que incluían el concepto de un Creador y una creación reciente. No tuve problemas hasta el noveno grado, cuando tuve que hacer un informe sobre El origen de las especies, de Charles Darwin, para la clase de Biología. En ese tiempo yo sólo leía las leyendas y los párrafos introductorios y finales de cada sección, así que probablemente no leí todo el libro; pero lo que leí me puso furiosa. Lo sé, porque mi maestro escribió en el informe: “Elaine, no dejes que las ideas de un hombre te molesten tanto”. Yo entendí que me quería decir que yo tenía el derecho de albergar mis propias ideas. Desde ese momento ese fue mi lema personal; lo que resultó en una pesadilla para mis padres y mis maestros.

Durante ese mismo año ocurrió un cambio que tendría un profundo efecto sobre mi teología, un nuevo pastor vino a nuestra iglesia. Su primer sermón fue sobre la creación y comenzó a decirnos que habíamos malinterpretado el Génesis. Quedé atónita. Nos dijo que no habíamos entendido bien su significado. Entonces nos presentó el concepto de la evolución teísta. Me encantó. Así podía unir mi ciencia y la Biblia sin escrúpulos. Durante ese sermón particular, acepté el concepto y dejé a mi Creador por un “Guía divino”. Las implicaciones teológicas de una transición tal eran enormes, pero a mis 14 años de edad no las capté.

Este cambio no se manifestó en un alejamiento de Dios. Mi compromiso con Dios no había menguado, aunque mis padres no asistían tanto a la iglesia por causa de forcejeos políticos en dos congregaciones locales. Debido a esto, mi padre nos llevaba a mi hermano y a mí a reuniones en diversas iglesias. Cuando cumplí 16 años, me dio un automóvil y comencé a asistir más a menudo a la iglesia. Dios estuvo muy cerca de mí durante esos años, a pesar de que mi comprensión de su persona se tornaba cada vez más confusa.

Al acercarme a mi graduación de escuela secundaria, me enfrenté a un serio problema. Estaba convencida de que mi padre esperaba una de dos cosas, que me casara o consiguiera un empleo. No me entusiasmaba ninguna de las dos opciones, así que decidí entretenerme en otra cosa. ¡Se me ocurrió ir a la universidad! Aunque me encantaba la ciencia, me matriculé en el curso de historia; de todas formas, era algo temporal hasta que consiguiera un “empleo serio”.

Pero las cosas no sucedieron según mis planes. En el segundo semestre, mi consejero académico me animó a tomar una clase de Geología, en realidad, casi me obligó. A mitad del semestre cambié mi concentración a Geología. Mi padre se puso lívido. Se imaginaba que su hija se estaba preparando para trabajar en pozos de petróleo.

Al año siguiente tomé mi primera clase sobre fósiles, Paleontología Invertebrada, el estudio de animales sin espina dorsal que han sido preservados en las rocas. El curso era fascinante e incluía viajes de exploración. Hubo uno que no olvidaré. Una colina había sido cortada por una carretera y mientras subíamos casi arrastrándonos, veíamos toda una gama de corales, caracoles y ostras enterradas en el polvo. Cuando levanté la mano, noté pequeñas piedras adheridas e intenté determinar el tipo de piedra que eran. Del tamaño de un grano de trigo, eran los restos de animales marinos unicelulares llamados foraminífera. Por alguna razón me sentí conmovida por la muerte de estos miles de animalitos. Dios no había creado a los seres vivos para que muriesen. ¡Mi Dios no era así! ¡Mi Dios me ama! Lloré y nadie me preguntó por qué.

Dejé de pensar en estos asuntos hasta un año después de mi luna de miel. Me había casado con un joven maravilloso y había dejado los estudios. Nos habíamos conocido en la iglesia y nos habíamos entusiasmado con un grupo de estudio que empleaba el libro de Hal Lindsey, Adios, planeta Tierra. ¡Jesús venía pronto! Estábamos interesados en aprender más del tema, y en ese entonces llegó a nuestra ciudad “La cruzada de la profecía”, con el evangelista Kenneth Cox.

Las reuniones eran interesantísimas y los bosquejos de los sermones que entregaban a la salida contenían todos los textos bíblicos que se usaban cada noche. Apenas llegábamos a casa cada noche comparábamos los textos con nuestro libro. A la noche siguiente, íbamos a la sesión de preguntas y respuestas al final de la reunión y usualmente yo comenzaba con las palabras “Hal Lindsey dice...”, y el pastor Cox me respondía, “veamos lo que la Biblia dice”. Al continuar los estudios, la Biblia nos hizo sentido por primera vez en la vida. Los mensajes eran vianda fuerte para el alma y estábamos extasiados hasta que el pastor Cox predicó el sermón: “El cumpleaños de la madre de Adán”.

No hice preguntas esa noche. Me dirigí al frente y dije: “¡Usted está loco! ¡No sabe de qué habla! Yo soy una geóloga y yo sé que la tierra tiene por lo menos 600 millones de años!” El pastor Cox tuvo sólo una pregunta: “¿Se animaría a venir mañana? Tengo un libro que deseo que usted lea”. Yo no estaba interesada y no tenía planes de regresar, pero el pastor apeló a mi avaricia. “Le daré el libro”, me dijo. Sólo tendría que asistir otra noche, así que regresé para recibir el libro La creación: ¿Accidente o diseño?, del Dr. Harold Coffin. El autor escribió acerca de las rocas que yo había estudiado durante tres años, pero su interpretación de la información concordaba con una percepción conservadora de las Escrituras. Quedé despierta toda la noche leyendo párrafos salteados de todo el libro y al llegar a la mañana estaba convencida de que los datos no eran problemáticos, sino las interpretaciones que yo me había tragado como si fuesen un hecho. Un pensamiento feliz dominaba mi mente: “Puedo creer nuevamente en la Biblia”.

Desde ese momento he encontrado algunos argumentos científicos muy serios e información que ha traído verdaderos desafíos a mi fe. En mi trabajo diario leo revistas profesionales y hablo con personas que me recuerdan que mis creencias no son comunes dentro de la comunidad científica. En todos estos años he encontrado que cuando se ponen a un lado los argumentos, las explicaciones e interpretaciones, y se llega a los datos puros, en la mayoría de los casos la información guarda consistencia con una comprensión bíblica de la historia de la tierra. Hay algunas cosas para las cuales no tengo respuestas. Estas cosas no sacuden mi fe, sino que me proveen temas estimulantes de oración, meditación e investigación, porque mi fe no está basada en datos científicos; se trata de una experiencia viva e íntima con Dios y su Palabra. Es un regalo de su parte.


Fuente: El Centinela
Autor: Elaine Kennedy. Creacionista, investigadora del Instituto de Investigación en Geociencia / Geoscience Research Institute. Ph.D. en geología en la University of Southern California. M.S. en geología en Loma Linda University. B.S. en geologia en la Phillips University.

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